lunes, 31 de diciembre de 2012





EL RELOJ

Hoy me he tirado  de la cama de un salto. 
Me despertó la conciencia del que quiere respirarse el mundo, avanzar al paso de sus minutos danzarines, no perderse ni un instante de sus desvelos, ni un segundo de sus silentes efectos. Descansar,  ya descansaré más tarde, siempre después de que la historia amenace con volver de nuevo. Antes sería una gran pérdida de tiempo. Un tiempo que te desheredará sin legitimidad alguna mucho antes que su propia alma desaparezca, antes incluso de que llegues a recordar su rostro exánime clamando por observarte, antes de que recuerdes…mucho antes.
Después, mientras tiro la toalla de la ducha vespertina y abro las ventanas para que las pesadillas  nocturnas  infecten los aires virginales de la virginal mañana, espero pacientemente, ¡qué remedio!, a que la luna veje con su ojo casto y tímido a la oscuridad malintencionada de otra noche  que fenecerá, probablemente,  con la siguiente alborada.
Mientras, el reloj, culpable implícito, socio siniestro, instigador abyecto, parece seguir robándonos  las horas que, en realidad, nunca jamás poseímos ni poseeremos. Parece querer contar cuanto dura el  infinito en claudicar de sus mañanas, y marcar el silencio de los silencios con su tonada perpetua en perpetuo lamento. Parece querer festejar la impermanencia de los deseos.
Parece trocar su aliento por tu aliento.

©Concha González.

viernes, 21 de diciembre de 2012





EL ESPÍA URBANO

Nadie mejor que el espía urbano para realzar historias de gentes llanas.
Historias simples y mundanales; cotidianas y usuales.
Historias que en ocasiones se alcanzan a otear con la diáfana claridad del día  mientras otras descansan ineluctablemente soterradas en sus inescrutables talantes y con escasas posibilidades de apreciarse en el hirsuto semblante que uno viste en zonas comunes.
Historias enrevesadas y enigmáticas; descabelladas y soñadoras. 
Nadie mejor que el espía urbano, para vislumbrar taimadamente sucesos ajenos. Sucesos tristes e insondables, como esa cerrazón que precede y antecede a la furiosa tempestad. Sucesos alegres con  un soleado anverso y un bonancible reverso. Sucesos incuestionables e inevitables, como aquellos sufrimientos de amores. Sucesos divertidos y afables, nacidos con objeto de soslayar diarias y artificiosas tensiones del alma.

            Una minúscula pajarita de papel artesanalmente elaborada, descansa ociosa en el alféizar de una ventana a la zaga de nuestro espía. Adolece de una evidente abulia contagiada sin duda alguna por las anónimas  manos que en su momento le dieron el ser.
            Aún así, permanece yerta pero expectante ante todo lo que sucesivamente  va ocurriendo a su alrededor. Pareciese  como si miles de fotogramas desfilaran por delante de sus imposibles ojos creando la película más surrealista que uno pudiera imaginar. Semeja una inesperada ayuda de cámara de nuestro espía,  venida al mundo a manos de un aburrido pasajero para dar solaz a su tedio y como efugio a sus minutos muertos, presa irremediable de ese  momento y del  inevitable antropomorfismo en el que se ha visto envuelta.

            El circunspecto espía urbano recorre con premura, previa adjudicación de su itinerario, cada calle, cada vía, cada hueco…hasta llegar a ningún sitio en concreto.
            Serpentea disciplinadamente por angostas calles y  sombríos vericuetos, así como por amplias y soleadas avenidas dignas de paseos de reyes, obviando vidas y sueños pero obligado involuntario a incurrir en ellas.
            Observa a la señora de negro absoluto. Sin que nadie se lance a verbalizar explicaciones vanas,  evidencia con una claridad absoluta  que no  trata de ir a la última moda  acoplándose  a ese grupo llamado “Los góticos”, sino que su entristecido y murrio semblante anuncia al mundo  la pérdida de un ser querido.
            Ese señor  envarado que viste  un caro  traje de marca, zapatos italianos y cartera de piel, pregunta al chofer por el precio del billete antes de hacerse con uno. Su coche, probablemente de alta gama también, se averió esta mañana y no encontró  taxi cerca.
            La señorita oriental de mochila a la espalda conversa en un dificultoso idioma por su móvil de última generación. Es una estudiante con una beca Erasmus.
            Una joven comienza a toser de forma violenta y tenaz. Cuando creemos que debe de entrar en juego ese juicioso civismo del que todos hacemos alarde  poseer ante el posible riesgo de una inminente asfixia, extrae con experta sabiduría de su moderno bolso de tela un spray milagroso que aplaca su indolente mal. Es asmática.
            Una pareja discute lo suficientemente alto y fuerte, para evidenciar ante todos sus subversivos problemas de pareja.
¿Quién lava los platos cada noche?
¿Quién va al colegio a buscar al niño a diario?
¿Quién sueña con otra vida distinta a esta?

            Nadie repara en la enhiesta figura del conductor. Pareciese ser otra   pieza  más del vehículo, tal como el volante, las ruedas o asientos. Nadie repara en él,  excepto su inseparable y aquiescente compañero de viajes.
También  nuestro conductor es  susceptible de ser espiado. Todo ello a pesar del obligado disfraz que viste, en un conato de  despistar al mundo de su carácter humano.

            Es el final de la copa del mundo y España juega por vez primera en la historia del fútbol, pero desde la radio de nuestro espía suenan los cuarenta principales. Pulula  ajeno a la enorme expectación de las calles que arden de emociones contenidas y sin contener. Miles de personas se apilan en las terrazas de los bares y cafés, blandiendo orgullosos banderas españolas, vistiendo en una inmensa mayoría camisetas de la selección. Pero nuestro conductor sigue en su onda, impertérrito a pesar de  la algarabía exterior, obviando el ambiente que le rodea y algo molesto por la dificultad añadida que le supone  conducir con esa avalancha humana engulliéndolo todo.
            Shakira entona el waka-waka por la radio conectada, símbolo musical del mundial, llenándolo todo con sus exultantes cánticos. Nuestro conductor de este modo,  no se libra de ser partícipe aún a su pesar, pero evidencia con absoluta claridad  que el fútbol no es lo suyo.

            El espía urbano en su férreo silencio atesora minutos robados a almas  viajeras de inconscientes dueños. Minutos transparentes como agua de manantial, que apenas si atraviesan tímidos e insondables muros de controvertida libertad.
          
©Concha González.